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sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XVII

17. NUESTRO ALIADO EL MICROFONO

De cómo el Evangelio encontró un fiel aliado en el micrófono. Salen a colación el anís y la menta con fondo de mandolinas y trompos chilladores. Se recomienda cuidarse de una pulmonía doble.

¿A quién de ustedes se le ocurre cuál es la más inútil de todas las homilías, la homilía que sale sobrando, la más frustrada de todas las frustradas que pueda concebirse? Indudablemente la que no se oye.

Así la prepares con la Biblia de Jerusalén en una mano y todo el Vaticano Segundo en la otra. Así estés con un corazón traspasado por fuego de serafines como Teresa de Ávila y labios que un carbón encendido dejó más puros que los de Isaías. Calculo mundasti ignito. Así el templo reviente de una feligresía golosa de nutrirse con el pan de la Palabra. Homilía inaudible, homilía inexistente.

Igual que si estuvieras hablando por teléfono, rotos los cables de la comunicación.

Yo me pregunto qué harían los pobres predicadores de fin de siglo, para no caminar tan lejos, en aquellas catedrales superlativas de metros cúbicos, basílicas desmesuradas, parroquias con aire de coloso, sin más recursos que el débil fuelle de los pulmones, el tornavoz que a manera de solideo más bien ornamental que funcional coronaba los púlpitos, alguna pastilla de olor que el farmacéutico recomendaba chupar minutos antes de entrar al combate, tal vez unas gárgaras previas de clorato, agua tibia en ayunas para abrir el pecho, una cucharada de miel de abejas que limpiara la garganta, una copita de anís, tal vez le haga provecho a Su Paternidad, el jerez quinado, la menta evita las irritaciones, pero cuando baje usted del púlpito abríguese muy bien, cuidado con las corrientes de aire, reclúyase en sus habitaciones privadas hasta que se enfríe y deje de sudar. De la homilía a la pulmonía sólo había un paso.

Quién pudiera decir las innumerables afecciones de las vías respiratorias que tuvieron que padecer los heraldos del Evangelio de aquellos heroicos tiempos, sólo porque aún no se inventaba el micrófono.

Muchos fieles cristianos se abstenían de asistir al mismísimo sermón de las Tres Caídas, las Siete Palabras y el enlutado Pésame no por falta de piedad, que les sobraba, sino para qué vamos, no se le oye al padre.

El grito era entonces el estado normal del orador. No le quedaba otra. La predicación debía sonar a pregón o no sonaba. Los fieles que acudían por ver si acaso escuchaban algo, tenían que ser rendidos a esfuerzo de trompetas, como las murallas de Jericó.

Pequeño de nombre y de tamaño, surgió el micrófono para aliviar al predicador y favorecer a los oyentes. La electrónica, in medio ecclesiae aperuit os eius. Sí, en medio de la iglesia abrió su boca.

No hacía falta ya el fuelle toral de los pulmones, el timbre privilegiado de Mario Lanza, la impostación de voz según Plácido Domingo, las lengüetas de los órganos tubulares, el sonoro rugir del cañón. Basta una pastilla electrónica, un cable, un enchufe y girar un botón. O tener un micrófono inalámbrico.

Pero la cosa no es tan automática como parece. Desde luego, se precisa dotar al templo de un buen equipo de sonido, sin que interfiera ni la autosuficiencia del rector del templo incapaz de recurrir a expertos en sonido, ni la tacañería o ahorro mal entendido, ya que está de por medio no sólo la eficacia del anuncio profético, sino su existencia misma. Fides ex auditu. Lo primero es oír. Oír con los oídos de carne para poder oír con los del espíritu.

Los templos de antaño, sordos de nacimiento en su mayoría, a veces no responden ni con un buen equipo de sonido, porque carecen de aquellas condiciones necesarias en la disposición y materiales de construcción que favorezcan una acústica aceptable.

Quienes hoy construyen templos, sería imperdonable que no estudiaran a fondo las diversas funciones humanas que es preciso satisfacer: iluminación, ventilación, acústica y tránsito. Tanto más que la técnica cuenta con una serie de elementos que evitan los ecos, la reverberación, el rebote, la distorsión de los sonidos.

Supongamos que el templo cuenta ya con un buen equipo: micrófonos de sensibilidad exquisita, amplificadores que trasmiten un suspiro con la limpidez de una sonrisa, bocinas distribuidas en lugares y alturas precisas de suerte que se abarquen las diversas áreas del sagrado recinto. Concluida esta primera estrategia de la técnica, debe comenzar la otra que queda no en manos sino en labios del predicador.

El micrófono expulsa lo que el predicador le inyecta, de la misma manera que regresa de Salamanca el que a Salamanca fue.

De nada sirve un buen micrófono delante de un mal voceador.

Son muchos los que creen que el micrófono actúa ex opere operato, como si fuera el aparato y no el profeta el que produce la fuerza, la nitidez, la variedad de tonos, el colorido, la música, la emoción de la voz.

Andan por ahí cantantes y baladistas de radio y televisión cuya voz nada tiene de misteriosa y cautivante, sólo que saben usar el micrófono, situarlo a la altura y distancia conveniente, retirarlo o acercarlo para producir a discreción el pianissimo, el forte, el ralentando, el pizzicato, el molto vivace.

Sucede que en los seminarios mayores, tan congestionados de altas y profundas disciplinas, el plan de estudios no logró encontrar a lo largo de cuatro, cinco años, ni una triste media hora para que los alumnos aprendieran el arte de empuñar con tino el micrófono, un poco causa instrumental de su futura predicación.

El uso del micrófono no es asunto exclusivo de la técnica, sino sobre todo del propio orador. Cuando el orador no sabe usarlo, añade un nuevo obstáculo a la comunicación con su público.

¿Querían ustedes algunas reglas prácticas para el buen empleo del micrófono a la hora la homilía?

1. Antes de empezar la misa, prueba el micrófono. El rector del templo te dirá con un optimismo digno de la Constitución PastoralGaudium et Spes”, que el aparato es una maravilla y que logró adquirirlo con qué sacrificios de protomártir. No lo dudes.

Pero el volumen y el tono debe estar graduado a tu voz, no a la de los sacerdotes que te precedieron en el ambón y ahora descansan de sus fatigas. Así evitarás sorpresas desagradables, ajustes de última hora, molestas interrupciones en el momento mismo en que, movido por la inspiración y la gracia, estés proclamando las grandezas del Señor.

2. Si el micrófono funciona mal, si de pronto estalla en una cascada de chillidos zoológicos, no vaciles en prescindir de él. Más vale que con un poco de esfuerzo te oigan algunos, a que con un mucho de ruido nadie te escuche.

3. Si se trata de un micrófono de pie, que es el más inadecuado para la predicación, colócalo a la altura de la boca. Por dos motivos, para que la voz salga directa y para que la gente pueda verte. La elocuencia de la palabra aumenta su caudal con la elocuencia del rostro. Hay por ahí un padrecito que suele colocarse el micrófono al nivel de las cejas, con lo que los fieles tienen la impresión de que los labios miran y los ojos hablan.

No faltan los fogosos que se olvidan de estar frente a un micrófono estático, se mueven de izquierda a derecha, retroceden, avanzan, giran como trompos chilladores a fuerza de la unción apostólica; pero al quedar fuera de foco se oye solamente el silencio. Por todo lo cual esta secretaría a mi cargo recomienda por más funcional y oratorio el micrófono colgante, el que pende de un hilo al cuello en vez del micrófono de pie.

4. Siempre existe una distancia óptima entre la boca y el micrófono. Descúbrela oyéndote a ti mismo y viendo al auditorio por si revela o no estar escuchando lo que dices. Una vez descubierta esta distancia, que depende tanto de tu voz como de la sensibilidad del micrófono, consérvala a lo largo de la homilía y la misa.

5. Cada micrófono es diverso y cada voz. En cualquier caso, siempre debes hablar fuerte. Nada te excusa del esfuerzo, ni una buena voz ni un buen micrófono. Hablar fuerte no es gritar.

6. Las voces privilegiadas que mejor se filtran por el micrófono y llegan al público transparentes y netas, son las voces del niño, la mujer y el tenor. No te aflijas si careces del carisma de la flauta y la mandolina. Si tu voz anda en fila con la del barítono y el bajo, trata de hablar en un tono más elevado que el de costumbre. De suerte que si sueles platicar en un tono equivalente al re, trata de predicar en mi. En mi sostenido mayor, se entiende.

7. Sale sobrando recomendar, por ejemplo, que no llegues al altar soplando sobre el micrófono a ver si suena, ni envíes, amplificados por la electrónica, estornudos y carrasperas en época de resfriado, ni mucho menos provoques la risa general haciendo apartes y reflexiones en voz baja como si nadie te oyera.

Recuerdo a un señor cura regordete y mofletudo cual ángel de Murillo, que interrumpió su exégesis a la segunda lectura tomada de la Carta a los Efesios, para susurrar al oído del acólito: Ve a ver si ya me inflaron la llanta. Y aquel famoso pico de oro que, después de tres períodos magníficos, se despachó este comentario: Ah diantres, qué calor hace.

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