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sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XII

12. LENGUAJE DE LA HOMILIA

En que se lamenta el divorcio del predicador y el público. Y todo por las malas lenguas. Por no hablar como hablan los medios masivos de comunicación. Lo que Dios ha unido, no lo separe la homilía.

Lo que un día fue luna de miel, hoy anda en trance de ruptura. Predicador y público, estas vidas paralelas. No sólo porque un volumen caudaloso de los obligados a asistir a misa dominical y su homilía respectiva, jamás acuden o lo hacen esporádicamente, sino aun porque los que escuchan la homilía no acaban de sintonizar con el predicador o el predicador con ellos. El hecho es que se ahonda el abismo entre ambón y vida, entre predicación y calle, entre predicador y fieles. -

¿Será por la brecha atribuible a generaciones antiguas y nuevas? ¿Será por el materialismo de la época, refractario a los llamados trascendentes del espíritu? ¿Será porque la raza de profetas se extingue en la Iglesia, profetas para el mundo de hoy capaces de atraer y seducir a las masas con vida y palabra clara, libre, genuina y convincente?

¿Será, más bien, porque el predicador habla distinto lenguaje del de su auditorio al no saber usar los medios de comunicación a los que el hombre de hoy está acostumbrado? Sin lenguaje común no es posible la comunicación.

La comunicación homilética, como toda comunica-ción, implica cuatro elementos.

a) Quién comunica: el agente, la presencia del yo, el predicador,

b) qué comunica: su mensaje, su vivencia, la Palabra de Dios,

c) a quién comunica: el otro, el destinatario, los fieles oyentes,

d) en qué se comunica: un idioma común, un sistema de signos lingüísticos comunes de que echa mano el manifestante para que su expresión sea captada por los otros.

No puede realizarse la comunicación si no hay uno que exprese algo a alguien en un sistema común de signos.

Un idioma es la lengua de una nación, de una comarca. Pero la identidad del idioma no basta por sí sola para establecer la comunicación. Un sacerdote mexicano predica una homilía en Buenos Aires, y júralo, una serie de palabras, giros e ideas resultarán incomprensibles. Un católico hispanoparlante del siglo XX lee la Guía de pecadores de Fray Luis de Granada, escrita en 1567; pese a su perfección literaria, el lector medio se quedará simplemente en blanco ante no pocos lugares del libro. Cada época tiene su lenguaje.

Siendo las palabras representación de las cosas y expresión de las ideas y sentimientos, si estos tres factores fueran invariables y estuvieran perfectamente reflejados en el sistema de palabras de un idioma, no habría razón, al menos objetiva, para que este sistema de comunicación se alterara. Pero siendo variables las cosas, estando sujetas a multitud de modificaciones los conceptos y los sentimientos, y no teniendo ninguno de estos factores expresión adecuada y perfecta en idioma alguno, las palabras, los giros, el lenguaje en suma, tiene que seguir, por una parte, el movimiento del mundo y del hombre y, por otra parte, tiende a expresarlo siempre con la mayor exactitud.

El lenguaje, espejo de la realidad presente tan dinámico y cambiante como el mundo y como el hombre, vive en perpetuo movimiento de acuerdo con las variaciones de las cosas, las modificaciones de la mentalidad y la intervención de los sentimientos humanos. De suerte que si el predicador quiere ser entendido, no le bastará hablar el mismo idioma oficial de la nación, sino el lenguaje determinado del momento signado con todos los matices, intereses, intenciones, valores y técnicas propias de la época, el lenguaje vivo de hoy, el de su generación, ese modo típico con que el hombre actual comunica no sólo sus ideas y sentimientos, sino su mismo ser.

Quiere decir entonces, que la tarea inicial del predicador consiste en conocer y descubrir el lenguaje del hombre de hoy para hablarle en ese mismo lenguaje a fin de poder establecer la comunicación.

¿Cómo es el lenguaje del hombre de hoy?

Por largos siglos el hombre se comunicó casi exclusivamente con palabras habladas o escritas, sonoras o gráficas, con estos signos convencionales que al representar las ideas y entretejer los juicios y razonamientos, establece una comunicación preferentemente conceptual y, por lo mismo, racional, intelectual, intelectualizada en cuanto que las palabras son vehículo material de la espiritualidad del hombre, trasbordadores de su mundo interior. Todo un enorme gajo de la historia se comunicó gracias a la palabra-concepto.

Tras varios siglos de una cultura de ideas y una educación por las palabras, entra la humanidad a una cultura de imágenes, el dulce reino de la sensibilidad, como el camino más rápido y certero para llegar a la idea.

Irrumpen, desde la alborada de este siglo, el periódico, la radio, el cine y la televisión como medios difusivamente masivos con cuyo arribo se transforma desde la raíz la comunicación del hombre, que ya no habrá de girar tanto en la palabra-concepto cuanto en la palabra-imagen; el imperio de lo racional cede al imperio de lo sensible. Nada en la inteligencia que no pase antes por los sentidos.

Un lenguaje inaugura una época de la historia, no sólo porque estas técnicas constituyen una - de sus notas características, sino porque intervienen poderosamente en la creación del tipo de cultura de la hora actual, la cultura imaginista.

No únicamente los niños y jóvenes, también los adultos de este tiempo integran la generación de la imagen, son sus hijos, puesto que desde que ellos nacieron, prensa, radio, cine y televisión forman parte de su vida, de sus hábitos y costumbres. Los necesitan como el pan y como el sol. No podrían vivir si un día amaneciera el mundo sin un periódico para la hora del desayuno. ¿Y la homilía? Algo falla en la transmisión, que la voz de Dios sale toda nublada de estática, perforada de interferencias o simplemente inaudible.

Esta es la gloria y la misión de la boca del profeta, ser una Biblia parlante. Quien quiera, ahí puede oír el testamento que el Padre dejó a los hijos. La Sagrada Escritura abunda en elogios para los labios de los que anuncian el mensaje. Labios que son fuego, trompeta, lámparas, rocío, espada de dos filos, relámpago, eco sin fin hasta los términos de la tierra.

Pero he aquí que la palabra de Dios debe ser proclamada con palabra de hombre, la única palabra que tenemos, el temblor de la voz, nuestro lenguaje. Un lenguaje que puede transportar o bloquear el lenguaje de Dios, aclararlo u oscurecerlo. Anunciarlo o silenciarlo, puente o barricada.

¿Quería usted ver un muestrario del lenguaje de las homilías? En esta tienda tenemos las últimas novedades, los artículos que usted necesite. No se cobra por ver. Pase, por favor. Hablamos español, aunque sea por señas. ¿Do you speak English?

Lenguaje paternalista

El presidente de la república inicia el discurso:

Conciudadanos, pueblo de México. El conferencista rompe el silencio del Aula Máxima: Señores. El maestro de ceremonias, pantalón rojo, chaqueta blanca, fresas con crema, en el baile de coronación de Miss Petróleo: Damas y caballeros. El sacerdote en el ambón de las homilías: Queridísimos hijos, amados hermanos, carísimos feligreses.

Sólo del ambón salen adjetivos. Unos adjetivos de explosión inmediata así por su significado cordial como por su significante en aumentativo. Querid-simo, amad-ísimo, car-ísimo, que los despistados entenderán como otro signo de carestía, de la inflación en turno.

Cristo se dirigió a los fieles de su microparroquia llamándoles también con el lenguaje del sentimiento. Foliolimei, el diminutivo más el posesivo; pusillus grex, el rebañito. Y de seguro no se refería tanto al número de sus oyentes cuanto al amor por sus oyentes.

San Pablo usualmente saluda a los destinatarios de sus epístolas con un lacónico “hermanos”. Por excepción dice “fieles hermanos” o “hermanos amados de Dios”. Cuando se dirige a uno solo de sus discípulos, entonces si extrema los vocativos afectuosos. Timoteo, “mi querido hijo, genuino hijo en la fe”. Tito, “hijo genuino según la fe”. Filemón, “amigo querido y colaborador nuestro”.

Los oyentes de nuestras homilías, también deben sentir que el predicador los ama. Filioli mei, quos iterum parturio donec formetur Christus in vobis.

No será necesario, en cambio, convertir la homilía en un ejercicio gramatical de diminutivos, aumentativos y posesivos. Paternidad sí. Paternalismo, no.

Tanto más que la repetición machacona del “amadísimos hermanos” en la homilía, no obedece a un exceso de afecto, sino a una deficiencia de ideas. Cuando se atranca la carreta y el predicador no encuentra cómo salir del bache, suelta la frase, quien quita y enseguida pueda hallar el cabo de la idea. Frases de relleno. Apoyos tácticos, que no en vano se titulan “muletillas”. Adminículos para quienes cojean de los labios, que es más molesta cojera que la de un pie.

Lenguaje caduco

Nadie predica una homilía para cadáveres o nonatos. Si hablamos al hombre de nuestro tiempo, hablemos con el lenguaje de nuestro tiempo. Bien lo sabe Perogrullo.

¿Por qué no sacudir de la predicación la hojarasca seca, las expresiones superadas, los anacronismos momificados, las palabras difuntas, las frases que un tiempo circularon entre el pueblo de Dios muy vivas, muy inteligibles, pero que ahora, como el cadáver de Lázaro, iam foetet, quatridianus est eriim?

Todavía en algunos sermones dominicales se oye aquello ya tan enigmático de la naturaleza corrompida, los novísimos del hombre, el desprecio del mundo, las potencias del alma, la economía de la gracia, la concupiscencia de los ojos, el débito conyugal. ¿Se imagina lo que sus hambrientos oyentes se están imaginando en la misa de dos de la tarde cuando les habla de “los apetitos de la carne”?

Lenguaje tópico

Horacio decía que el lenguaje es como un árbol, en la primavera reverdecen hojas nuevas. No la condición estática de los seres sin alma, sino el dinamismo de la evolución que proviene de la vida. El hecho es que unas palabras mueren y otras nacen, que el hombre de hoy no habla como el de ayer, que el lenguaje de la liturgia y la teología se ha renovado, que el Concilio Vaticano II vino a poner en circulación un vocabulario, una terminología, un sistema de comunicación verbal a la medida del cristiano de hoy.

El problema no está en usar este lenguaje, sino en volverlo repetitivo, machacón, tópico. El tópico es el lugar común, la fuente a mitad del pueblo a donde todos van a sacar agua, la misma moneda que por pasar de mano en mano pierde su brillo primitivo.

Homilías se oyen por ahí construidas alrededor de frases hechas, de cinco o seis expresiones tan tercamente reiteradas que a fuerza de exprimir su jugo, se quedaron en cáscaras vacías. Por ejemplo, compromiso de la fe, testimonio cristiano, sacerdocio bautismal, signo, vivencia, realización personal, la búsqueda de la fe. Ah, y el adjetivo “auténtico”.

Todo se ha vuelto auténtico, en la palabra, claro, fe auténtica, iglesia auténtica, concientización auténtica. De acuerdo, pero también nos gustaría añadir, homilía auténtica con lenguaje menos inauténtico.

Lenguaje técnico

Quien predica, se supone que sabe teología, por lo menos que la supo alguna vez. Y que la teología, igual que toda ciencia, posee su vocabulario, sus fórmulas peculiares, intocables algunas de tan expresivas y rigurosas, de suerte que una inadecuada modificación lingüística “sapit haeresim”. Ni lo permita Dios.

Los oyentes, ya son otra cosa. Se supone que no son teólogos, por lo menos de oficio. Entonces es cuando el predicador debe traducir los tecnicismos teológicos, hacer accesible al pueblo el vocabulario de los iniciados. Muy su derecho de hablar de la epíclesis, pero muy su deber de explicar enseguida el significado, que es la invocación de la liturgia al Espíritu Santo.

Si las fórmulas teológicas no se aclaran, caen irremisiblemente al vacío atraídas por la fuerza de la gravedad.

Dígame usted si las señoritas oficinistas, el chofer de taxi, el peluquero de cortes exclusivos, Don Pedro el boticario, el muchacho que se sueña crack del fútbol, el auditorio sencillo y espeso, común y corriente, que está oyendo la misa, después de vencer sólo Dios sabe cuántas tentaciones de inercia, va a entender al teólogo que se adorna con un lenguaje críptico hablando de la metanoia y la kénosis, la anáfora y la parusía, lo epifánico, lo mistérico, lo pneumático, el mistagogo y la escatología, la koinonía y la hodegética, la doctrina Joánica y las sublimes perícopas veterotestamentarias.

Lenguaje callejero

Metafísico hasta el tercer grado de abstracción total, y por lo visto muy poco salado el hombre, Aristóteles se dignó un día memorable ocuparse de la sal sentenciando que era muy útil como condimento, no así como alimento.

Igual que el uso de palabras y giros populares en la homilía. Bien está usarlas alguna vez, con oportunidad y gracia, a propósito de ciertos temas, ante determinados públicos. Siempre como condimento. Pero impregnando de sal toda la homilía, vestirla de jerga, caló y jerigonza, lenguaje de germanía, vulgaridad chocarrera, manantial de gracejos, con el pretexto de hacerse uno simpático y municipal, democrático y republicano al mismo tiempo, muy del pueblo y para el pueblo, definitivamente en onda gruesa, lo que se llama muy “in”, hablando del tú por tú al estilo de la broza perdularia, es tanto como rebajar la dignidad de la palabra de Dios, la dignidad del profeta y la dignidad de los fieles que San Pablo llamó santos en el Señor.

Lenguaje oratorio

Señores oradores, tengan ustedes la bondad de perdonarme. No tengo nada contra el lenguaje de veras oratorio, sino respeto, admiración y santa envidia. Debería yo haber escrito “lenguaje seudo- oratorio”.

Solo el orador es capaz, según San Agustín, de que la verdad ilumine, convenza y agrade. Los tres ingredientes en perfecto coctel.

El aprendiz de orador disfraza la impotencia doctrinal con potencia gutural, la falta de contenido con la demasía de forma, la ausencia del fruto con la presencia de un bouqué de flores, superficie sin profundidad, vox clamantisime deserto.

¿Recuerda usted ciertos panegíricos de antaño en homenaje del Santo Patrono del lugar, cruzados por ráfagas de adjetivos; ciertos fervorines de primera comunión donde desfilaban metáforas climatéricas, el rosicler, la aurora de rosados dedos, las perlas del rocío, los celajes de las nubes; ciertos sermones de campanillas, campanudos, ampulosos, altisonantes, ganga y encajería, sustantivos orondos, verbos retumbantes, adverbios de modo, interjecciones de Apocalipsis, pirotécnica verbal?

Antaño es hogaño. Fray Gerundio de Campazas aún se pasea por los ambones. Sus mofletudos carrillos. Se ilumina su sombra. Luego suelta al aire un manojo de globos de colores que la punta de un alfiler desinfla. La hinchazón no es salud, sino enfermedad.

Lenguaje casi ideal

San Pablo predicó en el Areópago partiendo de la cultura y del lenguaje que entendían los atenienses. El lenguaje homilético debe ser accesible, entendible, llano y claro, concreto y digno, de acuerdo con la preparación y nivel de cada auditorio; pero accesible no significa lenguaje trivial y vulgar. Abraham Lincoln, presidente de Estados Unidos de América, aludía a un predicador que, en dos horas, no decía nada: “Es el hombre más hábil del mundo para meter un máximo de palabras en un mínimo de ideas”.

Lacordaire, príncipe de los oradores franceses

—sin olvidar a Bossuet—, oyó predicar sobre el Espíritu Santo al humilde cura de Ars, Juan Bautista Vianney; quedó conmovido por aquel lenguaje sencillo y claro, inflamado por el fuego de la santidad.

El lenguaje debe ser, además, vivo, expresivo, plástico, de suerte que el auditorio “vea” lo que el

predicador va diciendo. “La palabra —apuntó uno de los mayores escritores religiosos del siglo, José Luis Martín Descalzo—, la palabra no es sólo un vehículo lógico, puede y debe ir cargada de imágenes y golpear a los nervios como una imagen o una canción”. La palabra exclusivamente lógica es una voz descarnada. El hombre de hoy no piensa sino en imágenes. El televisor ha cambiado su forma de pensar. Por eso el predicador precisa introducir en sus homilías, conferencias y clases, todo lo positivo del lenguaje de los medios de comunicación social, los hechos y los personajes vivos, la visualización, el color, el movimiento, la naturalidad.

Se dolía el liturgista español José Aldazábal:

“Qué lástima que para cualquier mensaje comercial o publicitario, se empleen en el mundo de hoy, las mejores técnicas; mientras que para la predicación solemos reincidir en los mismos tópicos y moldes, sin fuerza ni garra”.

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