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jueves, 8 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. Prologo

MANUAL DE LA IMPERFECTA HOMILIA

Joaquín Antonio Peñalosa

PROLOGUILLO

Se cuenta de un obispo que duró en su sede 24 horas; de nuestro Señor Jesucristo a quien iban a despeñar por predicar una homilía perfecta, del Buey Mudo que habló y del apóstol Pablo que, por predicar tan largo, se le durmió un oyente y murió.

Estimado predicador, señor homileta o, dicho sea con caridad cristiana, orador sagrado, tiene sus riesgos predicar una homilía perfecta. Verá usted.

Jesucristo, nuestro bien, predicó su primera homilía en la sinagoga de Nazaret. Leyó un pasaje del profeta Isaías. Enrolló el libro, lo devolvió al servidor y se sentó. “Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él”. Luego explicó el texto bíblico con tal segundad, viveza y valentía que el auditorio se encendió de cólera y, levantándose, lo arrojó fuera de la ciudad y lo llevó a la cima del monte para precipitarlo desde allí (Le 4, 16-30). Si al Señor lo rechazaron por predicar la homilía modélica por excelencia, ¿qué puede esperarse de nosotros, pardos aprendices de la Palabra y parvulillos en el arte de la comunicación?

Recuerde usted también lo que aconteció al apóstol Pablo que, por prolongar su homilía hasta media noche, un joven de nombre Eutico, que estaba sentado en una ventana, abrumado por el sueño, “porque la plática de Pablo se alargaba mucho”, se cayó del tercer piso abajo, de donde lo levantaron muerto. Imitadores de Pablo, no pocos predicadores adormecen con anestesia total al amado rebaño, pero sin el poder de Pablo para resucitarlo (Hechos 20, 7-12).

Agustín de Hipona se quejaba de que los fieles se le escapaban del sermón para ver el circo, no obstante que hablaba enlazando teologías y galanuras de estilo. El insigne Tomás de Aquino —bendito sea su nombre por los siglos de los siglos—, una vez que predicaba en París con sentencias irrebatibles y silogismos bicornutos, unos ruidosos contestatarios interrum-pieron su sermón callando al Buey Mudo con tamaña gritería.

El propio Concilio Vaticano II reconoce que “la predicación sacerdotal, en las actuales circunstancias del mundo, resulta no raras veces dificilísima” (Presbyterorum Ordinis, 4). ¿Por qué?

—la falta de preparación en predicadores así en el terreno bíblico y teológico, como en el arte de la comunicación,

—la desigual competencia con los medios de comunicación social, tan evolucionados y adaptados al hombre moderno,

—la impreparación de los oyentes que apenas, y a duras penas, están medio evangelizados,

—El desprestigio de frecuentes homilías demasiado moralizantes abstractas, desvinculadas de la vida, tejidas con un lenguaje pasado de moda y largas, largas, largas, como el Ferrocarril Transoceánico.

No es fácil encontrar responsables de las homilías que sepan pronunciarlas breves, directas, amenas, entendibles, exhortativas, capaces de ayudar a comprender mejor la Palabra de Dios, a participar más fructuosamente en la celebración de la misa y a transformar evangélicamente la vida.

Existen, en el mercado, varios y excelentes libros que pudieran enseñarnos a fabricar una homilía desde que entra la materia prima al taller hasta que sale transformada en los labios. Lo que se extraña en las librerías es lo otro, el libro que nos dijera cómo no hacer una homilía. Porque la caricatura es más exacta que la foto. Y porque nadie comienza a quitar sus defectos, hasta que no los conoce. De la vía purgativa se va a la iluminativa.

Se dirá que sale sobrando mostrar cómo no ha de ser una homilía, si es lo que algunos hacemos

—usted no, por favor— los domingos y días festivos desde la misa del alba hasta la de 9 pe eme.

Las campanas llaman a misa; pero nunca la oyen. Es el caso del predicador. Pronuncia su homilía sin apenas sentirse oyente. Y es claro que el juicio final sobre la homilía pertenece al oyente y no al predicador. ¿Qué dicen los fieles de nuestras homilías?

Si usted fuera obispo por un día, si únicamente pudiera enviar una circular a su presbiterio, ¿de qué le hablaría, qué cosa importantísima le urgiría en su motu proprio?

“Carísimos hermanos, la homilía es un espíritu, una doctrina y una técnica. Exige santidad, sabiduría y arte de persuasión. Es fruto de la gracia de Dios y de la industria humana. El predicador no nace, se hace. Se hace orando, estudiando y aprendiendo el arte de hablar. Porque no basta saber, sino saber decir lo que se sabe. Un santo siempre predica bien. Pensad en Francisco de Asís, el Cura de Ars, Juan XXIII, el obispo mexicano Rafael Guízar y Valencia. Encendían, quemaban. Pero un teólogo, así sea dicho con el mayor respeto que los teólogos me merecen, sabe lo que va a decir, pero no siempre sabe cómo decirlo.

Yo no dudo que vosotros, amadísimos hermanos, seáis hombres de virtud, tampoco dudo que hayáis estudiado por largos años las ciencias sagradas en las aulas benditas de nuestro seminario. Lo que sí me preocupa, a mí, indigno siervo vuestro y Prelado por un día, el que hayáis descuidado el aprendizaje de las técnicas necesarias para trasmitir con eficacia el mensaje evangélico. Si sois profesionistas de la Palabra, debéis conjugar, a la vez, la triple realidad de la vida interior, los conocimientos teológicos y bíblicos, y los recursos técnicos.

El líder que conduce a las masas, el cronista de la televisión, el locutor de radio, el artista de cine, el ejecutivo de ventas, señor del marketing, saben que su eficacia profesional está en relación directa con el manejo de la palabra. ¿Por qué sólo nosotros, los mensajeros de la verdad revelada, hemos de ser los únicos que hablan sin aprender a hablar?

Os ruego que ésta, mi única circular, sea leída con atención y observada con fidelidad. En prenda de las bendiciones divinas...” (Sellado y firmado según estilo por nuestro secretario-canciller).

Glorioso episcopado de veinticuatro horas que pasará a la historia sólo por haber puesto el dedo en la llaga y la haga en el bálsamo: la crisis y la recuperación de la homilía.

Estas paginillas, en cambio, serán, más que un recetario de alivio, un cuadro clínico de achaques. Pero ya es mucho saber dónde le duele a uno. Principio de salud.

Un manual de imperfecta homilía, éste o cualquier otro, tiene que hablar de imperfecciones o cambia de nombre. Desfilarán las peores homilías del mundo. No perdáis toda esperanza, vosotros que entráis aquí. Amamos la luz y no la sombra. Nos interesa más el Génesis que el Apocalipsis. Cuestión de gustos. Nos estorban las gafas oscuras, según pensamos como el filósofo español José Ortega y Gasset: “A ser crítico de las cosas, prefiero ser su amante”.

Eso es este libro. Amor, humor con agua bendita. Procedamos en paz.




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