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sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XI

11. LA HOMILÍA COMO DIALOGO

Se recomienda decir la homilía como un diálogo. Intervienen integristas y progresistas, ave María Purísima. Como música de fondo, el dúo de la Traviata.

Soy el rector del seminario. Lo digo como simple ficha de identificación. No me siento rey, ni torre, ni alfil, mucho menos caballo. La vida, este juego de ajedrez. Ayer vinieron los seminaristas a pedirme permiso de hacer una academia teológica con el título de “Progresistas vs. integristas”.

—Déjenme pensarlo. Les resuelvo mañana. Dudé de momento. Varias veces hemos hablado del tema del camino. Caminar con La Iglesia, ni antes ni después. El reloj en punto. Y para caminar hay que dejar un pie atrás y echar el otro hacia adelante. Los dos pies atrás, el inmovilismo. Los dos pies adelante, la caída. La Iglesia es piedra inmóvil, pero también nave

peregrina. Y entonces me acordé de mi seminario, tiempos de Pío XII. Cuando yo fui seminarista, nuestro maestro de teología organizó una escaramuza en que yo la hacía de ateo y Fernando Martínez de “teólogo”, con resultados desastrosos, pues por los nervios de Fernando triunfó el ateísmo. ¿No era lo mismo que pedían ahora los seminaristas?

—Bien, muchachos, pero no olviden la consigna agustiniana: “in necesariis unitas, in dubiis Libertas, et in omnibus caritas”.

Aquello fue un tiroteo de objeciones. Salieron a relucir el latín y el marxismo, el canto gregoriano y los diáconos casados, el incienso y Camilo Torres, la carta de la Virgen de Fátima y la teología de la liberación. Había sido un buen repaso de los documentos del Vaticano II. El público no perdió palabra, por la temperatura del tema desde luego, pero también por la forma dialogal.

¿Es la hornilla un monólogo o un diálogo? Suele ser monólogo tedioso, debiera ser diálogo vivaz.

Hablamos solos, en solitario, no importa que enfrente estén cuatrocientas personas. Se nos olvida que la homilía es una conversación en que las respuestas de uno de los interlocutores van sobreentendidas.

La desatención de los oyentes, la dispersión, la abulia, el desinterés, el aburrimiento, es claro que pueden provenir de diversas causas. La más segura siempre es imputable al predicador, que convierte la homilía en un “solo para flauta”, el aria para que se luzca el solista en lugar del compartido dúo de la Traviata. Homilía musicalmente expresada como “single” y no como polifonía. Una sorda voz que ni siquiera puede aspirar al eco.

Habla el predicador, habla y habla, y los rostros del auditorio gimen como un friso fatigado, un altorrelieve de ojos congelados y hieráticos. Ni un guiño, ni una vibración. El silencio de las almas. El vacío de la campana pneumática. Y cierto olor a naftalina.

Haga usted el experimento. Siéntese en misa cara al pueblo mientras el sacerdote predica, y observe las reacciones. Nadie asienta, nadie discrepa, nadie devuelve al orador una respuesta.

El predicador monopoliza la palabra sin dar oportunidad a que el auditorio, tratado como objeto y no como sujeto de la predicación, participe a su manera a través de un silencio empreñado de ideas, sentimientos, voces y gestos.

La homilía como diálogo supone tanto actitudes de alma como actitudes de lenguaje.

Actitudes del alma.

El diálogo es un encuentro de personas, el encuentro de un yo y un tú que produce el nosotros. ¿Considera el predicador a sus oyentes como personas, como prójimos y cristianos que merecen respeto, amor, simpatía, paciencia y comprensión?

El predicador no elige a sus oyentes, Dios elige a nuestro prójimo inmediato. El es quien primeramente merece nuestra atención y entrega. Quizá teniéndolo físicamente muy cerca, esté separado de nosotros por una muralla, un foso largo de desatenciones.

Respetar al auditorio significa no herirlo jamás con aires descorteses, reconvenciones humillantes o frases vulgares. Amarlo, como el maestro ama al discípulo, el padre al hijo, el hermano al hermano. Comprenderlo vale tanto como conocer sus problemas para ayudarlo a descubrir la verdad y la vida, sin confundir la comprensión con la complacencia. El verdadero amor pone el dedo en la haga; si lastima no es por lastimar sino por curar.

El sacerdote antes de predicar podría decir: “Vamos a platicar Dios, yo y mis hermanos”.

Actitudes de lenguaje

Junto a las virtudes que abren el alma para acoger a los oyentes, el predicador debe utilizar los recursos del estilo, los trucos del oficio oratorio para que su homilía evite la pesadez estática del monólogo egoísta y adquiera el dinamismo caliente de ese ir y venir del yo al tú, que supone el diálogo generoso. Por ejemplo:

1. Dirigirse con frecuencia al público para interrogarlo.

¿Quién de ustedes sabe qué es la resurrección de la carne? ¿Cuánto tiempo hace que no oras? ¿Alguno de ustedes leyó en el periódico las declaraciones del Papa? ¿Estás seguro de que tu fe es consciente? ¿Qué hiciste ayer sábado por tu prójimo?

Algunas veces bastará dejar la pregunta flotando en el aire para que cada cual se la responda; otras veces será preciso que el predicador la conteste. En cualquier caso, el arte de interrogar inquieta, espolea, activa al auditorio.

2. Prever las objeciones. Exponerlas y refutar- las.

Ya sé que los partidarios del divorcio no estarán de acuerdo con el matrimonio indisoluble... Tal vez ustedes piensen que son exageraciones, sin embargo... A mucha gente no le gustaría oír hablar del pecado, la palabra misma suena anticuada, pero...

3. Interpelar con tacto y delicadeza al auditorio.

El que esté limpio de culpa, que tire la primera piedra. Ay de ustedes hipócritas, que ven la paja en el ojo ajeno, pero no advierten la viga en el propio.

Si ustedes, padres de familia, se quejaran menos de sus hijos y les dieran mejor ejemplo...

4. Dirigirse al auditorio para que asuma responsabilidades y tome resoluciones concretas.

¿Por qué no empiezan desde hoy mismo a tomar en serio su vida en gracia? Esto que les pide Cristo, a ponerlo en práctica... Homilía que no desemboca en una conversión, en una toma de conciencia, en una realización de vida cristiana, será golpe al aire y bronce que resuena.

Un maestro italiano cuenta sus experiencias en una sala de cine atiborrada de niños. Sentado frente al público, observó las diversas reacciones de la chiquillería. Apenas había comenzado la película, ya se había entablado el diálogo. De aquel lado las imágenes; de este lado los niños, y entre uno y otro el flujo y reflujo de la conversación. Los niños respondían no sólo con el alma, sino con los ojos, el rostro, las manos, los pies, todos convertidos en respuestas, vibrando al ritmo del orador de la pantalla. ¿Y la homilía? Cuanto más dialogal sea, más viva, es decir, más cercana a la conversación de un hombre que habla humana y fraternalmente a otros hombres. Su palabra, transmisora de la Palabra, será más eficaz. Porque no se trata de hablar “a”, sino de hablar “con”.

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