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sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XIV

14. LENGUAJE CORPORAL

Se recomienda encarecidamente al predicador que haga gestos y visajes, o lo darán por muerto, pájaro mojado, paralítico de tiempo completo o estatua de la edad de piedra.

Es extraño. Donde uno pone los ojos ve gestos, menos en el ambón de la homilía. El profesor en el aula, el artista en el cine, el cantante en el show, el anunciante en la televisión, los contertulios en el café y no se diga las señoras liberadas jugando baraja. Para no aburrirse en el metro, diviértase usted con los visajes de la gente. La calle, la calle es un desfile de gesticuladores. Vuelve otra vez el circo.

Al hablar ponemos naturalmente en juego los labios y su contexto. Hablamos con los ojos, las cejas, los brazos, las manos, los dedos, hablamos hasta por los codos y, en dado caso, -los pies entran en funciones de adverbios de modo o rotundas interjecciones. Todo lo movible lo movemos para hablar. Y entonces el lenguaje deja de ser ese desinflado hilillo de voz tartamudeante para convertir- se en un cuerpo, un alma, todo un ser vibrando comunicándose en un lenguaje total, ese sí expresivo, impulsivo, explosivo. Hasta los sordos oyen, por lo menos inventan.

Gregorio Marañón en su pequeño gran libro sobre la Psicología del gesto demuestra cómo la vida moderna está, como no lo estuvo nunca, influida, condicionada y a veces subvertida y anegada por la gesticulación, y cómo los líderes de hoy conducen y arrastran a las muchedumbres por gestos más que por ideas. Una idea, es decir, un razonamiento lógico y frío, jamás ha movido a la masa humana, sino el gesto, la emoción con que se inflama una idea.

Gesto es toda expresión de las pasiones y sentimientos, hágalo la cara, la mano o el cuerpo. De tal manera se activa el movimiento del alma que pone en movimiento a todo el cuerpo. Sin emoción no hay gesticulación. Orador que no siente, orador que no se mueve.

Juan de Huarte escribía que “es tan importante la gesticulación en los predicadores que con sólo ella, sin tener invención ni disposición, hacen un sermón que espanta al auditorio”.

Para descubrir cuánto puede la fuerza y la gracia del gesto, basta el testimonio de los oyentes de Lacordaire. Sus sermones en Notre Dame de París, el espíritu y la acción con que los hacía vivir, subyugaban como la mejor puesta en escena. Vertidos al papel, apenas se dejan leer.

¿Por qué si el predicador es liturgo, actor, primer actor de la liturgia, por qué ha de ser el único actor del mundo que ignora y aun desprecia el valor de la gesticulación? ¿Y por qué los oyentes de una homilía han de ser los únicos oyentes del mundo condenados a tener enfrente a un paralítico de tiempo completo, una estatua parlante, un precadáver a medio embalsamar?

Nadie piense que el gesto es un adminículo artificioso que se añade a la homilía, sino el complemento natural de la expresión oral, como el eco del lenguaje. Si gesticulamos cada vez que hablamos, ¿por qué no gesticulamos cuando predicamos? ¿Por qué allá si y aquí no?

Al predicador actual de homilías inactuales, no hay que atajarlo con un “no te muevas tanto”, sino empujarlo con una “muévete un poco”.

Los ocho, diez minutos que dura la homilía, un señor tranquilote, manso cordero, camisa de fuerza, pájaro mojado, esposado, maniatado, estatuario de frente y de perfil. Pero déjalo que acabe la homilía y la misa, y ya lo verás por la calle o en el fútbol gesticulando a sus anchas. Ah, pícaro.

Predicadores del mundo, manos arriba. Sursum corda. Mientras el corazón no lata, ni la garganta ni el cuerpo. Dejad el juego de los encantados. Soltad los brazos. Sin miedo. La inmovilidad es lo ficticio, el gesto es lo natural. Vita est in motu, que dijo el otro.

Sé de un seminario mayor donde un maestro de teatro da a los estudiantes de teología un curso de actuación. Los enseña a mover desde el antebrazo hasta el meñique. Dichosos ellos y, en el futuro perfecto, dichosos sus oyentes o videntes.

Para que no nos juzguen de teatrales o teatreros, aquí nos limitamos a unas cuantas reglas de sentido común, que ya es ventaja.

El cuerpo

Elige con la mejor estrategia el lugar desde donde vas a predicar. ¿El ambón? ¿La sede? Donde seas más visible y audible. Si Cristo no se sube a la barca para que los fieles lo miren, queda el recurso de que Zaqueo se trepe al árbol.

Recargado sobre el ambón, no. Ni torcido, medio caído hacia adelante, encorvado. Actitudes laxas de pereza o indolencia. Erguido siempre, erguido con naturalidad.

Evita la rigidez, cual si te hubieras tragado una antena de TV. Es preciso que el cuerpo viva, que esté en movimiento.

Puedes dar algún paso, cambiar de posición, inclinarte alguna vez, pero no juegues al péndulo, tiene efectos soporíferos.

El rostro

No pongas cara asustada, solemne, de muy señor don, enojada, ridícula, congestionada, tensa, abrupta, maquiavélica, hamletiana, mefistofélica. Por favor, la cara de todos los días. Y si te esfuerzas por una cara amable y “una cierta sonrisa”, mejor. Caen más moscas en una cucharada de miel que en un tonel de vinagre. Bien dicho, querido y casero San Francisco de Sales.

Hay predicadores que más que caras ostentan caretas. Rostros de madera de mezquite. Máscaras inexpresivas de teatro griego. Yelmo invulnerable de caballero andante. La cara del orador ha de ser pizarrón electrónico donde el auditorio lea al instante los sentimientos. Pantalla televisiva, eso es.

Evita las muecas, los visajes, los tics nerviosos. Esa ceja que se enarca gatunamente, ese labio fruncido de asco, esa nariz que se arrisca, esa lengua mojando los labios, ese parpadeo de semáforo, y morderse el dedo, rascarse la cabeza, frotarse las manos, tronar los dedos, acomodarse las gafas, consultar el reloj de pulso, limpiarse el sudor, materia preciosa para análisis freudiano, función gratuita de pantomima no apta para menores.

Los ojos

Príncipe del discurso, y además su teórico, Cicerón afirmaba que toda la fuerza oratoria del rostro radica en los ojos. Omnia in oculis sita sunt. (¿Queda por ahí algún canónigo que sepa latín o que por lo menos lo haya olvidado?)

Varios millones de norteamericanos de costa a costa, incrédulos o creyentes, sintonizaron cada semana y por largos años con las charlas de Fulton J. Sheen, literalmente predicador en las azoteas. Los críticos decían que el éxito del obispo auxiliar de Nueva York se debía en gran parte a la fuerza de sus ojos, su lenguaje cambiante y subyugador.

Los ojos, encantadores de serpientes. El orador puede domesticar con la mirada a esa hidra de cien cabezas que es el auditorio. Necesita verlo, estarlo viendo siempre, ver a todos, hasta la última banca, pasear la mirada como el faro barre las olas.

Brazos y manos

Son accesorios principales del gesto oratorio y, sin embargo, andan por ahí predicadores que no saben qué hacer con sus extremidades superiores mientras dicen la homilía. ¿Cruzar los brazos, juntar las manos en trance de arrobamiento, esconderlas detrás de la espalda, guardarlas en inencontrables bolsillos, afianzarlas del micrófono, pasarlas sobre el mármol frío de una columna, donde dejar las manos por un rato?

El ademán ha de ser natural, discreto, elegante, gráfico, armonizado, compañero de la palabra, simultáneo a la palabra, ni antes ni después, o estalla la carcajada.

No ademanes de nadador, braceando sin parar, campeón olímpico, arriba y abajo, aspas de molino.

No ademanes de boxeador, Mike Taysori en la lona, bruscos, imprudentes, volcánicos golpes de mano, dinamita pura.

No ademanes de gimnasta, angulosos y geométricos.

No ademanes de Charles Chaplin, los fabulosos veintes, el cine mudo, cuando la película pasaba dieciséis imágenes por segundo: gestos nerviosos, rápidos, supersónicos.

No ademanes de máquina pesada, mecánicos, estereotipados, siempre los mismos repitiéndose hasta el cansancio. Sube el brazo derecho, luego el izquierdo, vuelve el derecho y así hasta la eternidad.

No ademanes de actor teatral, muy estudiados, efectistas, pulquérrimos, archiartificiosos.

No ademanes de propulsión a chorro. Movimiento continuo, veleta vuelta loca, a un paso de la epilepsia, mal de Parckinson, baile de San Vito. No es necesario gesticular todo el tiempo, los ademanes perderían su fuerza. Saber alternar el movimiento y el reposo, lo que Monsabré llamaba “los contrastes de la acción”.

Los artistas de la Opera de París acudían a los sermones del ilustre Lacordaire para aprender e imitar la precisión perfecta de su lenguaje corporal.

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