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sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XIII

13. LA NECESARIA CLARIDAD

Trata de la claridad que ha de tener una homilía en contraposición del Laberinto de Creta, las catacumbas y el metro. Se añade un escolio sobre turismo. Viaje hoy, pague después

Cuando el escritor español Eugenio D’Ors terminaba de dictar algún ensayo a su secretaria, le preguntaba:

—Señorita, ¿entendió usted, quedó todo claro?

—Sí, señor.

—Entonces vamos a oscurecerlo.

Uno de los personajes de la antigua película “Las vírgenes de Wimpole” levantaba las manos al aire. “Mis poemas, en un principio, los entendíamos Dios y yo. Ahora sólo los entiendo yo”.

¿Entenderán los fieles nuestras homilías? La claridad, he aquí la cualidad primordial del estilo homilético. Claro, define el diccionario, es lo bañado de luz, lo que se distingue bien, lo limpio, puro, transparente y terso, lo evidente y manifiesto, la abertura por donde penetra la luz, el sitio sin árboles en el bosque.

Cuántas homilías caen sobre los fieles como noche cerrada, bosque de lianas, cortinas de humo, el reino espeso de la confusión, las tinieblas exteriores, ahí será el llanto y el crujir de dientes.

Llorosas y crujientes salían las almas después de oír las homilías del padre Nicanor. Debió de haber nacido este bendito padre en las Cuevas de Altamira, en las Grutas de Cacahuamilpa o en el mismísimo Laberinto de Creta. Válgame Dios, cuanto predicaba eran largos túneles y vericuetos subterráneos, debió tener vocación de espeleólogo o conductor del metro. Retorcía lo sencillo y obscurecía lo claro. Unos se quejaban del vocabulario, otros de la sintaxis, todos de la exposición de las ideas. Hablaba en cábala, adivinanza y crucigrama. Tentados estuvieron unos laicos de centro- derecha de suplicar al señor obispo el cambio ipso facto del padre Nicanor y aun se llegó a hablar de recurrir a las altas jerarquías, el Delegado Apostólico o la Sagrada Rota. Pero si el domingo el padre Nicanor desilusionaba a sus oyentes con la impenetrabilidad de sus prédicas, el lunes los reconfortaba con el ardor de su celo. Ni hablar, era un hombre muy trabajador.

Hay predicadores que tienen miedo de ser claros, que no se resuelven a decir las cosas limpiamente. Tal vez se les figura que claridad es superficialidad. Se puede ser profundo y claro, como se puede ser superficial y oscuro. Una cosa es la hondura del pensamiento y otra muy distinta el jeroglífico y la esfinge. Hablando de Zorrilla de San Martín, escribía Unamuno: “Un orador, un verdadero orador es aquel que con expresarse en la lengua misma en que hablan todos sus vecinos, sirviéndose de las mismas palabras de que ellos se sirven y construidas según la misma sintaxis con que ellos las construyen, parece sin embargo que va creando su lengua según habla, que las palabras florecen virginales en sus labios”.

El predicador es maestro, y no se puede ser maestro si no se enseña con claridad. ¿Enseñó Cristo con enigmas? La piedra de toque del verdadero maestro es precisamente la claridad. Si los discípulos entienden siempre y todo, señal que tienen maestro, lo que se dice maestro. Pero si los discípulos se hacen cruces ante los embrollos y galimatías que salen de la cátedra, entonces no tienen un maestro sino un simulador.

El estilo predicacional será claro cuando el pensamiento del que habla penetre sin esfuerzo en la mente del auditorio. ¿Te entiende tus homilías? Señal de que eres claro. ¿No te entiende? Buenas noches, padre Nicanor.

La claridad es total de varios sumandos. Porque es necesario un léxico transparente, una sintaxis limpia, un pensamiento diáfano, una exposición luminosa. La claridad no se logra con ideas claras pero con palabras oscuras; ni con palabras claras pero con ideas oscuras. Todo tiene que ser luz, hasta la sombra. (Goethe al morir: Luz, más luz).

Claridad en el vocabulario

Huir tanto de palabras técnicas, comprensibles sólo para iniciados, como de palabras raras que serán todo lo castizo que ustedes gusten, pero por ser cultas no están al alcance de las mayorías.

Un lánguido oyente del padre Nicanor que trabaja en una fábrica de bicicletas, vino la otra noche a pedirme el diccionario mayor de la lengua para descifrar una homilía que había registrado en su grabadora. El pobre se pasó dos horas lidiando con hipóstasis, elitismo, pericopa, cerúleo, libido, koinonía, ontológico, ataraxia, escatológicamente, irenismo, biotipo y embolismo, que le sonaba a derrame cerebral.

En caso de necesitar tecnicismos, ¿por qué el padre Nicanor no los traduce y explica apenas salen de sus labios? Y en cuanto a cultismos, preciosismos y demás joyería falsa, ¿por qué no reserva el frac para recepciones de palacio?

Juan Valdés escribió en el Diálogo de la Lengua: “El estilo que tengo me es natural y sin afectación ninguna, escribo como hablo, solamente tengo cuidado de usar vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque a mi parecer en ninguna lengua está bien la afectación”.

Demos un paso más. El predicador usa palabras, giros, y por supuesto conceptos, que para él son muy claros, como redención, Mesías, bienaventuranzas, padres de la Iglesia, sinópticos, inmaculada concepción, que casi es el vocabulario elemental de la teología, y que sin embargo resultan oscuros e incomprensibles para buena parte de católicos en vista de su analfabetismo religioso.

Michonneau lo dice de Francia; no se puede esperar menos de nuestros países de cristianismo masivo. He aquí el test verídico y riguroso. De una homilía se entresacaron estas seis palabras y se preguntó por su significado a varios oyentes.

Redención. Una empleada contestó: significa perdón. Una enfermera: es la muerte de Cristo. Una novia: Cristo murió por todos. Un estudiante: lo supe, pero no me acuerdo.

Mesías. Una ama de casa: no sé. Un maestro: Cristo. Un adolescente: personaje que esperaban los judíos.

Bienaventuranzas. Un empleado: lo que Cristo dijo. Una secretaria: no me acuerdo. Un anciano: Cristo quiere que a todos nos vaya bien.

Padres de la Iglesia. Una muchacha: los sacerdotes. Un joven: los obispos.

Sinópticos. Nadie supo.

Inmaculada Concepción. Una señora: que María es toda pura. Una estudiante: tengo la idea, pero no sé cómo decirlo. Un obrero: que María fue virgen.

¿No fallará la predicación porque el sacerdote supone que los fieles saben tanto como él? ¿Por qué no descender al nivel del auditorio precisamente para elevarlo? ¿Por qué no convertir la homilía en instrumento de evangelización que vaya al fondo de la realidad?

Claridad en la sintaxis

Cicerón idealizaba, quería que el orador, como perfecto auriga sujetando el compás de cuatro caballos pura sangre, construyera cláusulas cuadrimembres. Sueño de una noche de verano. Porque las parrafadas ampulosas y arborescentes colmadas de oraciones secundarias, complementos, incisos y apartados suelen esconder una doble trampa, hacen que el predicador se enrede y enrede al auditorio.

Dejar en santa paz el período kilométrico de ancha y difícil andadura. Adoptar una sintaxis de ritmo rápido, funcional y pedagógico.

No dos o tres ideas en un mismo párrafo, sino en desarrollo sucesivo, una después de otra. A cada idea, su párrafo y su pausa. Cuando se haya concluido de exponer una idea, cuando tenga sentido completo, hasta entonces comenzar un nuevo párrafo.

El período es un conjunto, un todo, una unidad, una arquitectura; representa el desarrollo de un pensamiento con una idea central como eje y expresada dicha idea por medio de una agrupación de miembros organizados en torno a un verbo y tras un sujeto como guía. No perderse, saber dónde anda uno para que los demás lo encuentren.

Una sintaxis desorganizada, descuartizada, caótica, donde se toma un sujeto y enseguida se le abandona, donde se presenta una idea y no se la acaba de explicar ni se le liga con la siguiente, donde no se respeta el orden lógico o psicológico del pensamiento, donde la oración principal queda ahogada por la avalancha de cauces secundarios, es claro que esta sintaxis, esta anti-sintaxis, impida la comprensión de los oyentes. No son ganas de gramaticalizar. La construcción viciosa de la homilía bloquea la transmisión del mensaje.

Claridad en las referencias

El padre Nicanor ha tenido la gracia de asistir a tres jubileos de Año Santo: 1925, 1950 y 1975, y aún espera sobrevivir para el del año 2,000, aunque eso es lo que ha hecho en toda su vida, sobrevivir. Con ese motivo ha estado varias veces como humilde peregrino en Roma y en diversas naciones de Europa y Asia. Gracias actuales que el Espíritu Santo ha derramado con abundancia en su alma y a las que el padre Nicanor ha sabido responder con fidelidad.

Por eso salpica sus homilías con alusiones geográficas, históricas y artísticas. El turismo al servicio de la pastoral, por lo que la pastoral ha estado al servicio del turismo.

El padre Nicanor dice: “Es falso lo que el maestro de Viena afirma sobre la sublimación del sexo”. De tener ojos negros, el auditorio los pone en blanco. El padre Nicanor dice: “Ustedes recuerdan las Catacumbas de San Calixto”. Honradamente nadie las recuerda porque nadie las conoce. El padre Nicanor dice: “Aquel gran pontífice que fue San Pío V”. Pero ¿quién fue San Píoquinto y por qué fue gran pontífice? No se contente usted con aludir, no dé por conocido lo ignorado. Qué le cuesta una frase explicativa, una flecha en el camino, o la oscuridad subirá al ambón y su reino no tendrá fin.

Claridad en el orden de las ideas

Homilía sobre la inmaculada concepción de María:

—Idea primera: en qué consiste este privilegio. La llena de gracia.

—Idea segunda: por qué sólo María lo tuvo. La Madre de Dios.

—Idea tercera: cómo Cristo obró en María su redención. La primera redimida.

Eso es, establecer una jerarquía de ideas, la escala de Jacob y los ángeles descendiendo. Sin orden, sin dividir el tema en partes, no es posible la claridad. Donde hay esquema hay luz.

Y luego que las transiciones sean vigorosas y notorias, que el auditorio se dé cuenta cuando se pasa de una idea a otra. Pisar fuerte cada vez que se suba un escalón.

Sólo así la homilía tendrá la nitidez de los cables del telégrafo, unos debajo de otros, diferenciados y netos contra la luz, en vez de esas confusas telarañas que ni Penélope ni el santo Job podrían jamás tejer y destejer, ella con fidelidad, él con paciencia.

Claridad en la exposición de las ideas

“El hablar nace del entender”, decía Fray Luis de León. Si no se piensa claro, se hablará oscuro. “Nunca las palabras faltan a las ideas, —escribe Joubert en los Pensamientos—; son las ideas las que faltan a las palabras”.

Iluminar, enseñar, partir el pan a los pequeños, hacer accesible la palabra de Dios con humildad de espíritu y eficacia pedagógica, sin escatimar esfuerzos para darnos a entender.

Entre más oscuro sea lo que prediquemos, más claros debemos ser. De noche es cuando encendemos la luz eléctrica.

Dichoso el siervo claro y luminoso de quien sus oyentes atestiguan: “Entendí todo lo que él decía”. Os digo que será invitado a juzgar las doce tribus de Israel y algunas otras por si hiciera falta.

No es raro que la oscuridad de la homilía proceda del cúmulo de ideas que el predicador trata de exponer en vano. En vano, porque no es posible desarrollar varias ideas en el corto tiempo que dura la predicación. Y porque en los países de cristianismo masivo y poco ilustrado, los fieles necesitan ahondar en una misma idea.

El martillo y el clavo. El predicador ha de hacer girar su homilía en torno de una idea central, un clavo en la mano, no muchos clavos, pero sí muchos martillazos. Una idea expresada de diversas maneras hasta que penetre a la mente y al corazón del auditorio.

No tener miedo de repetir la misma idea expuesta desde luego con diversas formas. Repetición legítima, puesto que se trata de mover la voluntad del oyente y no es posible moverla con un solo impulso; porque es necesario iluminar su inteligencia, y al auditorio no se le puede pedir ni

demasiada atención, ni demasiada sutileza; y porque si en el estilo escrito una repetición seria inútil y aun viciosa, en la oratoria pasa inadvertida, sobre todo cuando es más difícil retener lo que se oye que lo que se lee.

Claridad, he aquí la consigna. Rubén Darío escribió: “Es obra de bien el no ser predicadores de la tumba. Bendito sea aquel que siempre anuncia la aurora. El primer deber es dar a la humanidad todo lo azul posible”.

Vean Sus Señorías lo que aconteció al capellán de Carlos II de Inglaterra cierta vez que predicaba a toda la corte reunida. Como el sermón había estado oscurísimo sin que nadie entendiera, se durmieron los oyentes. Entonces pronunció fuertemente el nombre del conde Lauderdale. Este se despertó sobresaltado, mientras el capellán le decía: Perdóneme, señor, por haber perturbado su reposo; no quería más que rogarle que roncara un poco más suave, porque podría despertar a Su Majestad el Rey.

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