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jueves, 8 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. III

3. PREPARACION PROXIMA DE LA HOMILIA

Se suceden las estaciones del año. Aparece Dios dirigiendo un concierto y un sacerdote rojo. Postdata sobre el semáforo.

Todo cuanto sucede bajo el cielo, observa un ritmo, como lo atestigua este precioso párrafo del Eclesiástico: “Hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo que se plantó. Tiempo de derribar y tiempo de edificar. Tiempo de llorar y tiempo de reír. Tiempo de luto y tiempo de gala. Tiempo de abrazar y tiempo de alejarse de los brazos. Tiempo de callar y tiempo de hablar. Tiempo de guerra y tiempo de paz”.

Ritmo: orden acompasado de la sucesión de las cosas. Ritmo de la vida humana: infancia, juventud, adultez, ancianidad. Ritmo: la naturaleza: primavera, verano, otoño, invierno. “Las cuatro estaciones” del gran músico, el padre Antonio Vivaldi a quien llamaban “il prete rosso”, el sacerdote rojo, por el color del pelo. Todo es ritmo, lo misma la historia del grano de trigo que el universo entero, esta inmensa sinfonía bajo la batuta de Dios, el Dios concertista que evocó san Agustín.

No se debe preparar una homilía sin observar un orden acompasado que podría ser, por ejemplo, el siguiente:

1. Elegir el tema

Es el primer peldaño de la escala de Jacob. En realidad, el predicador no elige el tema de su homilía, no es libre de hablar de lo que quiera, ni menos para presentar sus propias opiniones o las que complazcan al auditorio. No debe preguntarse: ¿de qué voy a hablar? Sino: ¿qué me dice hoy la palabra de Dios?

Aunque el predicador no debe fijar el tema de la homilía según sus personales arbitrios, puesto que se lo impone la liturgia misma, sí puede destacar, subrayar, glosar, explicar con mayor calma, tal cual pensamiento que aflore en los textos bíblicos, cuyo tratamiento queda indiscutiblemente a su libertad. Sin poder inventar el tema de la homilía, es claro que el desarrollo y aplicaciones pertenecen al dominio de su personal invención, de acuerdo con-las necesidades del auditorio. Lo que importa es una doble fidelidad, a la palabra de Dios y al pueblo de Dios.

Desde el principio de su evangelio, san Lucas manifiesta su convicción de ser —como todo predicador debe serlo— “un servidor de la Palabra” (Lc 1, 2). A su vez, los apóstoles, en el libro de los Hechos(6, 4), consideran la predicación como un servicio a la Palabra: “diaconiía tou Lógou”.

Habrá casos en que los signos de los tiempos, la urgencia del problema humano o pastoral de los fieles, las circunstancias impostergables del momento, exijan al predicador cómo dejar los textos bíblicos en un segundo plano para que aflore de lleno la urgencia que apremia al pueblo. Pero cualquiera que sea este problema y esta necesidad, el predicador podrá encontrar siempre en la palabra de Dios, la luz necesaria que oriente la problemática del hombre. En realidad, se trata más bien de planos y técnicas preferenciales, o partir de la palabra de Dios para aterrizar en el problema humano, o partir del problema del hombre para desembocar en la luz de Dios.

El peligro de la elección del tema radica en la pereza o irresponsabilidad del homileta, cuando no quiere o no acierta a elegir el argumento, cuando escoge cualquier cosa facilona y llamativa, cuando a fuerza encaja el tema que ya tenía preparado o con el que puede sortear el trance y aun lucirse y alardear.

2. Precisar el tema.

Ahí tienes en su escritorio al padre Nicanor, calvi-cie prematura, el reflejo de la lámpara afina su nariz numismática. Ha terminado de leer las tres perícopas de mañana, fiesta de Pentecostés. Casulla roja. Le encanta el color rojo, un tiempo fue capellán de la plaza de toros. Los Hechos de los Apóstoles, la epístola de san Pablo y el evangelio de san Juan. Una cosa es clara, no puede hablar el domingo sino del Espíritu Santo. ¿De qué precisamente?

¿Predicará de Pentecostés como el don universal del mundo o como el don íntimo de las almas? ¿Se decidirá sobre la asistencia del Espíritu Santo sobre la Iglesia o por su inhabitación en los justos?

¿Hablará del fuego o del rocío, cantará a la luz o a la fuerza?

Cruzan ideas, pasan libros de teología, sumas, homiliarios, masas de ideas, el oleaje estallando en las

rocas. Dejad al padre Nicanor con sus cavilaciones y encomendadlo al Espíritu Santo. Hay que decidirse por un aspecto de cuantos ha contemplado. Por uno, no por varios. Es preciso poner límites, esto sí y esto no, sacar del mar un cuenco de agua y vaciarlo en un agujerito, condensar el tema en una idea especificada y definida, y no salirse de ahí.

El padre Nicanor se cala unas gruesas gafas de carey, la pluma en alto —nunca se ha podido avenir con las computadoras—, los profetas mayores lo asistan, entrecierra un ojo, cavila, duda, se decide. Sobre la libreta de apuntes ha escrito con letra de floridos arabescos: El Espíritu Santo, huésped de las almas. Vencerá la tentación de tratar de otros temas hermosos. Vade retro.

¿Ventajas de precisar el tema y hacer girar la homilía en torno de una sola idea? Ventaja cronológica: no hay tiempo para más. Ventaja pedagógica: el auditorio no suele asimilar muchas ideas Más vale dejarle una que la comprenda, convenza y viva. Sí, un solo clavo y muchos martillazos hundiendo el clavo hasta que penetre.

3. Prever el fin.

Porque el fin es el principio. Finis est primus in intentione”. Saber a dónde va uno, a riesgo de tomar el autobús equivocado. La homilía no es una clase de Biblia o teología. No es un ejercicio de exégesis que explique textos difíciles y oscuros. No es una explicación catequística. No es una denuncia, sino esencialmente el anuncio de un evangelio que significa “noticia gozosa”; la denuncia es consecuencia del anuncio. No es una historia antigua:

“en aquel tiempo”, sino una vivencia actual. No es un método de oración.

¿Qué pretendo conseguir con lo que voy a predicar? ¿Qué me propongo concretamente con esta homilía? Contéstatelo a ti mismo. La fijación del fin es ayuda tan importante, que sólo así el predicador podrá darse a la búsqueda del material predicable, preciso y adecuado.

Son fines de la homilía:

1) la evangelización, la enseñanza o didascalia de la palabra de Dios, tal como procedió Jesús con los discípulos de Emaús: “Empezando por Moisés y todos los profetas, les explicaba lo que las Escrituras decían de El” (Le 24, 25);

2) la homilía no se contenta con que los fieles sepan más cosas de su fe. De la iluminación de la inteligencia, el predicador debe llegar a convencer al auditorio, persuadirlo, mover su voluntad, suscitarle propósitos de conversión y vida nueva; tal es la paráclesis o parénesis. San Antonio de Padua, bautizado con el nombre de Fernando en su natal Lisboa, predicaba con tal fuerza de convicción que, si hablaba contra el robo, venían los ladrones a entregarle los hurtos. Homilía: luz y vida, como la autodefinición de Cristo, “yo soy la luz, yo soy la vida”.

4. Prever el auditorio.

Desde el silencio soledoso de la mesa de trabajo en que preparamos la homilía, es preciso suponer el auditorio que nos escuchará. No hablamos en el vacío infinito de la luna, decimos algo concreto de Dios a personas concretas. ¿Quiénes serán? Tal vez un auditorio campesino, tal vez religiosas de clausura, tal vez la misa de niños o de jóvenes; pero generalmente auditorio espeso y una masa heterogénea en sexos, edades, conocimientos religiosos y profanos. Niños lactantes, muchachos deportistas, vejezuelas medio sordas, un político de añadidura, amas de casa, tres abogados. He aquí la enorme dificultad: ¿a quiénes nos vamos a dirigir?

5. Atender los signos de los tiempos.

Para preparar una excelente homilía, se precisa la Biblia y el periódico del día. Lo que dice Dios y lo que dicen los hombres. Si el predicador no está atento a lo que acontece en su contexto histórico en sus tres círculos —local, nacional, mundial—, la homilía será inconcreta e intemporal, sin referencia al hoy y al aquí.

Los fieles suelen escuchar el planteamiento y solución de sus problemas fuera de la Iglesia; en la escuela, en boca de líderes sociales y políticos, y mucho más en los medios de comunicación social: y todo porque la homilía no ilumina con la segura luz del Evangelio.

6. Estudiar el tema.

Hurgar en los estantes, ir sacando los libros, éste de lomo verde, el comentario de la Biblia, aquella teología, el gordo volumen de liturgia, los documentos conciliares, los apuntes, el fichero, la revista que trajo el correo hace una semana. Reunir el material, consultar los autores que han tratado el tema que ahora nos preocupa, leerlos con el lápiz en la mano. Tomar ideas, tomar notas. Hágase la luz.

“Si no estudiáis, callaos”, fulminaba el Cardenal Saliége a los predicadores. Y san Francisco de Sales: “El estudio es el octavo sacramento de los sacerdotes”.

¿Qué pensar de los antiguos sermonarios, de los actuales guiones homiléticos? Cualquier rama sirve de bordón al ciego. Es necesario tenerlos y utilizarlos, sin exigir más de lo que pueden dar. Y lo que dan no son homilías, sino pistas, semáforos, señales, puntos de referencia, fatalmente impersonales e inconcretos, simple materia prima en espera del predicador que sepa insuflar la forma sustancial. Contienen doctrina sólida, ni quien lo dude, pero envitrinada y fría, un poco de museo. Habrá que calentar esos huesos, revestirlos de calor de vida y encaminar esas ideas hacia un auditorio real en vista de un fin concreto.

La consulta de estos sermonarios, que son un mal menor, no dispensa al orador ni de su propia originalidad ni de la consulta a los libros teológiços; por la ley del menor esfuerzo, no faltan algunos sacerdotes que, en lugar de ir a las fuentes, se contentan con hojear el sermonario o los guiones homiléticos que se publican en ciertas revistas. “Leen apresuradamente las páginas escritas por quien sea y para cualquier auditorio —escribe Michonneau—, visten a sus feligreses con este traje de confección y los alimentan con productos en conserva”.

No confundamos la pierna y el bordón. Los guiones homiléticos, por otra parte hechos casi todos en el extranjero y pensados para otra mentalidad y circunstancia, sean bienvenidos como servicio, jamás como servidumbre. Tanto más que entre la letra impresa y el predicador que habla creando su palabra, apenas queda algo en común. El agua estancada no es el agua que fluye.

7. Reflexionar sobre el tema

La consulta de los libros y el parecer de los sabios no dispensa de la propia reflexión, esta abertura del alma, serena y profunda, sobre los textos bíblicos, no sólo como actitud meditativa de la inteligencia, sino además como saboreo del espíritu, puente de comunicación entre el predicador y Dios, asunto de recogimiento y oración.

Este es el ritmo más intenso de la preparación de la homilía y el más seguro en su eficacia sobrenatural. La homilía estudiada desemboca en una excelente explicación. La homilía orada, en un instrumento de

salvación. “Mi palabra y predicación

—escribe san Pablo a los Corintios—, no fue con persuasivas palabras de sabiduría, sino con demostración del espíritu y de fuerza, para que vuestra fe no estribe en sabiduría de hombres, sino en la fuerza de Dios”.

8. Trazar un plan

Quienes han escrito sobre oratoria y predicación coinciden exactamente en esto: preparar bien una homilía es ante todo organizarla, delinear un esquema previo, fijar el desarrollo de sus pasos principales, señalar un orden y una ruta para la marcha.

Para que la homilía no se te vuelva, como sucede tan a menudo, un montón de palabras vagas, ideas inseguras, conceptos sueltos sin engranaje, debes crear un plan —hábil, sencillo y progresivo—, planear bien qué quieres conseguir, pensar los dos o tres puntos que deseas exponer.

Vale la pena esta página de Mac Burney y Wrage en su libro El arte de bien hablar. “¿Quién no ha pasado un mal rato escuchando una conferencia que no tenía pies ni cabeza por falta de organización o plan de la clase que fuera? ¿Y quién no ha tenido ocasión de oír un relato que hubiera podido ser bueno y que ha quedado estropeado por la falta de orden en su explicación? No pretendemos que sea necesario ir explicando pedantescamente la estructura del discurso a medida que se va pronunciando, pero a todo mundo le gusta saber de qué le hablan. Un esquema que aclare la significación general del discurso es esencial. Si además de claridad, se logra organizar el tema en una forma interesante y artística, el valor del discurso es aún mayor. No cabe duda de que la mayoría de la gente prefiere un predicador que partiendo de un punto, se dirige a otro, recorre un trayecto determinado y no se pierde en rodeos. Más aún, nos gusta que el camino sea razonablemente perceptible y no demasiado tortuoso, y que el viaje valga la pena. Cuando no se reúnen estas condiciones, el auditorio suele dejar que el orador haga el viaje solo”.

¿Cómo hacer el plan de la homilía?

Primero, seleccionar. Como ya hemos precisado el tema, ceñirnos exclusivamente a él rechazando sin piedad cuanto no le esté relacionado. “No basta que una cosa sea bella, decía Pascal, es preciso que sea apropiada al asunto”.

Segundo, dividir. Repartir nuestro material en grupos convenientes, que naturalmente han de ser una introducción, el cuerpo de la homilía partida en no más de dos o tres puntos y la conclusión.

Tercero, relacionar una parte con otra, de suerte que estén encadenadas, sistematizadas, en un orden lógico o psicológico, y una siga naturalmente a la otra.

Bien decía Racine después de haber dispuesto el esquema de sus obras dramáticas: “Ya concluí la obra, sólo me falta escribir los versos”. De la estrategia del plan surgirá el orden, la claridad, la inteligibilidad y aun el tiempo conveniente que ocupemos en decirla. Homilía sin plan previo equivale a desorden, repetición, oscuridad, largura. Una homilía improvi-sada es siempre larga. Lo que falta a los oradores en profundidad, lo dan en longitud.

¿Es necesario escribir la homilía?

Volvemos otra vez a la antigua controversia de Alcidamante y Lisias: improvisación vs. escritura previa. Las dos soluciones se apoyan en oradores de cinco estrellas, lo que significa que ambas pueden ser eficaces. Sin embargo, reconozcamos en un plan teórico que la esencia de la oratoria se realiza más perfectamente en la improvisación que en el discurso previamente escrito y repetido luego en alta voz.

No descartamos la utilidad y seguridad que ofrece a los sacerdotes que comienzan a ejercitarse en la predicación, la redacción de la homilía como un entrenamiento temporal, jamás para toda la vida, y a condición de no atarse a la pesada servidumbre de un texto fijo que los convierta en predicadores- fonógrafos.

El camino ordinario, seguro y práctico, consiste en memorizar el esquema, un esquema suficientemente matizado que no olvide considerar ni el principio ni el final de la homilía. Apoyado sólo en este esquema, el predicador improvisa el desarrollo y la forma ante el auditorio.

He aquí el secreto de la homilía. Dime cómo te preparas y te diré cómo predicas.

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