Estudios

Estudios y documentos de interés para sacerdotes
AVISO. Desde el 21 de julio de 2008 los nuevos documentos que se publiquen sólo aparecerán en www.sacerdotesyseminaristas.org

sábado, 10 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. XVI

16. EL AUDITORIO

Sobre la necesidad de que el predicador conozca a su auditorio en close-up y alta fidelidad. Recurra a Rayos X y a Tomología. En casos de duda, consúltese la receta de la corrida de toros.

Cómo no. La homilía es mucho más fácil, porque no hay ninguna fácil, si se predica a grupos homogéneos. La homilía del convento, donde el Jardinero del domingo de pascua cortó las flores con las mismas tijeras, todas santas mujeres, instaladas en las moradas séptimas o a punto de instalarse. La homilía de la misa de los niños, una misa con sabor a patio de recreo, caramelos en la boca, alguna muñeca muy católica cumpliendo la obligación dominical, delicioso y bullanguero volantín de fiesta. La homilía del seminario, concierto de cámara, los corazones al unísono. La homilía de la misa de la juventud, coincidencia de ideales y problemas. A toda ley la homogeneidad del auditorio. Pero...

El sacerdote no puede ni debe seleccionar a sus oyentes. Al templo, como que es redil, entran las ovejas que quieren y cuando quieren, como Pedro por su casa. Bienvenidas sean todas las ovejas. Blancas y negras. Mansas o broncas. Cojas o aceleradas. Recién nacidas o recién envejecidas. Lanudas o trasquiladas. Fieles o pródigas. Yo soy el buen pastor, ¿conozco a mis ovejas?

Quienes asisten a la misa y a la homilía dominical forman ordinariamente un público heterogéneo y polícromo. Nuevo Pentecostés que congrega a toda raza, lengua y nación. Los siete colores del arco iris. El tutti frutti en su apogeo.

Representados están los sexos, con el habitual superávit femenino. Presente y erguida la pirámide de edades, desde la ancha base de explosivos lactantes y menores de edad hasta la delgada cúspide de septuagenarios artríticos y bienaventurados. Sentados, codo con codo, el campesino analfabeto y la secretaria trilingüe, el obrero textil y el capitán de empresas, el semi-católico peso pluma y el catoliquísimo peso completo, el adúltero del sábado y el justo de todos los días, el conservador del Concilio de Efeso y el progresista del Vaticano IV. Rico muestrario de sexos, edades, profesiones, culturas, ideologías políticas, estamentos sociales, apartados religiosos. In domo Patris mei mansiones multae sunt.

¿A quién predicar? ¿A una parte de la asamblea o a toda la asamblea? Y en tal caso ¿adoptar una cierta neutralidad que más o menos cubra a todos y a ninguno?

No es el auditorio el que tiene que adaptarse al orador, sino el orador al auditorio. Igual que el buen torero, lidia cuanto sale por la puerta de toriles, un manso o un peligroso, venga lo que viniere. Cada toro, su faena. Cada auditorio, su homilía. Sin fórmulas prefabricadas ni esquemas estáticos.

El mismo tema, pero el tratamiento diferente. Siempre la misma voz, siempre distinta la tonada.

Predicadores hay que predican para sí mismos, hablan de lo que quieren y como quieren, cual si no existiera el auditorio. Otros parecen dirigirse a una porción escogida de quienes están en misa, el grupo selecto y avispado, de suerte que ante homilía tan clasista unos entienden todo y otros no pescan nada, unos se fijan y otros cabecean, unos salen hartos de bienes y otros, como el Magnificat, sin cosa alguna.

Homilía para todos o para ninguno, he aquí la cuestión. Nada fácil. Hablar directamente a su auditorio, a ese y no a otro. Hablar “a”, no “ante” los oyentes. Comunicarse no con una masa sin rostro sino con cada uno en lo personal, saber partir el pan para que alcance a todos, manejar ideas y vocabularios al nivel medio de la asamblea, dejar sobre cada cabeza una llama individual del mismo fuego. Pentecostés. Cada oyente oía a los apóstoles hablar en su propia lengua. ¿Qué caminos seguir?

Preparar y decir la hornilla, supone tanto el conocimiento de la palabra de Dios que se anuncia corno la problemática del hombre que es anunciado. Por eso los mejores instrumentos del predicador tienen que ser la Biblia y el periódico, la historia de Dios y la historia cotidiana de la humanidad.

Corno si se tratara de círculos concéntricos, el predicador necesita conocer de lo general a lo particular:

— la situación del hombre y del cristiano de hoy, la cultura en que está inmerso, sus problemas e intereses, su psicología y lenguaje;

— la situación de la zona o parroquia en que el sacerdote trabaja, ya que ajuicio de los sociólogos religiosos no existen dos parroquias iguales, así sean colindantes. Cada una su fisonomía, su irrepetible pigmentación;

—la situación específica de la asamblea a la que dirige la homilía, de suerte que el predicador descubra y encuentre a los fieles en su propia vida concreta y real. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? ¿Cómo es su vida de hombres y de cristianos? ¿Sería mucho pedir al sacerdote que antes de predicar se informara sobre el auditorio que va a escucharlo?

Sólo así el mensaje evangélico tendrá la fuerza de la encarnación, el calor de la realidad, la verdad del hecho, la sintonía con lo concreto, la puesta en práctica de la Palabra.

El auditorio no es una masa fija y estática como la montaña, sino cambiante a cada misa como las nubes o las olas. Varía con la geografía, el tiempo, el hábitat, las edades, el tipo de trabajo, la clase social o cultural, los problemas de fe y práctica religiosa. El cambio de auditorio obliga al cambio en el modo de dirigirse a él.

En cualquier caso, el predicador tiene que hacer un esfuerzo para conocer a fondo la psicología del hombre de hoy, del hombre que hoy forma parte de un auditorio. Si el predicador tiene veinte años de sacerdocio, el auditorio que escuchó sus primeras homilías, apenas tiene semejanzas con el que lo escucha ahora. Han cambiado los rostros y las almas. Entre uno y otro, corren ríos sin puentes de comunicación. Si continúa aferrado a los mismos esquemas mentales y verbales del primer día, el predicador se encontrará como un turista en el extranjero, ni él entiende a los demás ni los demás lo entienden a él.

El auditorio antiguo poseía menos cultura y conocimientos personales, mayor sencillez psicológica, tiempo y calma para oír, confianza en el predicador a quien consideraba en todo superior a él, jerarquía y respeto ante los valores, docilidad y facilidad para dejarse llevar, voluntad generosa y apta para actuar.

El auditorio moderno surge con mayor cultura e ideas propias, opone resistencia a ser invadido o persuadido, tiene menos respeto y admiración por el predicador, tendencia crítica y oposicionista, menor interés por los problemas espirituales y trascendentes.

¿Qué exige el auditorio del predicador?

Quiere sencillez, aborrece la retórica solemne, las frases almibaradas, las flores postizas, la hinchazón oratoria. Está acostumbrado a ese estilo lineal con que, al encender el radio o la televisión, oye al cronista o al comentarista que narran y explican de la manera más esquemática, directa y coloquial.

Quiere claridad, no sutilezas para iniciados ni montajes complicados de lógica mayor. Vive en un mundo de precisiones técnicas donde todo tiende a ser experimentado y comprobado.

Quiere variedad. Acostumbrado a un mundo de cambios, de impresiones fuertes y nuevas, no le satisface la homilía-disco-rayado que repite cada domingo el mismo son.

Quiere utilidad. La vida lo ha vuelto tan rabiosamente realista, positivo y pragmático, que abandona luego lo que se le ofrece como congelada especulación. De la teoría gusta descender a la práctica. De las ideas, a la acción.

Quiere autenticidad. Se adhiere más a los hechos que a las palabras. No se fía de las declaraciones sino de los testimonios. Cree más en la vida de un sacerdote excelente de palabra mediocre, que en la palabra excelente de un sacerdote de vida mediocre.

Su olfato es demasiado fino, y enseguida se da cuenta si hay o no concordancia entre la homilía y el predicador.

Quiere sensibilidad, como hijo que es de los medios audiovisuales, más acostumbrado a ver que a raciocinar, refractario a las ideas-ideas, pero fácilmente atrapable por las ideas-imágenes, por el estilo gráfico con que lo seduce la revista, las tiras cómicas, el cine y la televisión.

Quiere brevedad, no tiene tiempo para oír. Ni el tiempo externo que miden los relojes, ni el tiempo interno perforado por dos prisas, la prisa de cada uno y la prisa de los demás. En un mundo cronometrado por el vértigo, todo lo que es largo aunque sea hermoso —la misa, el sermón, el rosario, la conferencia— tiende a ser desechado, envase no retornable.

Durante toda la homilía, el predicador deberá llevar a cuestas a su auditorio, a todo su auditorio. Si hay en el fondo, o en tal rincón, o en aquella fila, un oyente o un grupo que parece que no comprende, o que no se interesa, que se fije en él, y le mire. Que procure conectarse, mover este “paquete” que se distrae, o no se interesa. El que habla debe darse cuenta de la atención con que se le escucha, y percibir si la comunicación se establece, o si no existe.

Debe ser también sensible a su auditorio. Es necesario que entre en posesión de sus oyentes, pero si sabe hablarles se dará cuenta de que él está también poseído por su auditorio. La elocuencia es una interreacción. Hay destellos de luz que aparecen al predicador mientras está en el ambón, ideas que surgen, imágenes que se presentan, frases que se forman como por sí mismas en sus labios, por la gracia de Dios, ciertamente, pero también por la gracia del auditorio, con el cual el predicador está en plena unión, en plena simpatía. Esto también forma parte del estado de gracia predicante.

Una homilía que no tome en cuenta las características psicológicas del auditorio actual, no encontrará jamás una antena receptiva sino un muro de lamentaciones. ¡Ay!

Yo no entendí nada de lo que dijo el padre, qué aburrido estuvo el sermón, oye y qué largo, el señor cura siempre dice lo mismo, pobrecito, tan viejo que está, ¿tú entendiste?, el domingo venidero mejor vamos a misa a otra iglesia, pero qué cansado predica ese padre, dicen una cosa y hacen otra, te digo que son unos hipócritas, yo nada saqué en limpio, te hablan como si uno fuera ángel, marciano o momia de Guanajuato, muy joven el padre, pero como hablar, nada, para oír eso no hacía falta venir. ¡Ay! Nos autem sperabamus. (Consultar el pasaje de Emaús).

No hay comentarios: