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jueves, 8 de mayo de 2008

Manual de la Imperfecta homilia. II

2. PREPARACION REMOTA DE LA HOMILIA

Aquí se explica lo que el lector verá. Le ofrecemos una taza de café. Garantizamos que el café está como el infierno: negro, caliente y a sorbos.

—Dejémonos de discusiones bizantinas.

El conferencista bebió un trago de agua. El salón hervía de sacerdotes. Semana de Pastoral Didáctica. Silencio de cigarrillos y plumas fuentes. Diez sabores distintos de tabaco. Y el cáncer tras las sotanas.

—Ustedes recuerdan las dos opiniones extremas. La primera afirma que la elocuencia es don innato. Se nace predicador como se nace mexicano, alto, bizco, negro o lampiño. Cuestiones de naturaleza y gracia. Platón y sus satélites lo explican como un furor divino, un demonio, un ángel o, si queréis, un duende. Surge la elocuencia como el canto del pájaro y el agua del manantial. “Un agua clara con sonido”.

Predestinación: unos nacen para abrir la boca y otros para tenerla cerrada. Al que le tocó, le tocó. La segunda opinión enseña que la oratoria es hija legítima del ejercicio o hija única del entrenamiento. El predicador se hace. No hay más duendes que el esfuerzo.

La realidad es mucho más compleja que la postura simplista de estas dos teorías. Es cierto que algunos poseen dotes naturales, desde la simpatía de la presencia, la riqueza de la imaginación, la buena memoria, el aplomo y la audacia, hasta el magnetismo de un gallardo timbre de voz. Ay, la rosa sin agua se marchita. Y yo creo más en el agua que en la rosa. “Si el primer verso lo dan los dioses, los demás hay que hacerlos”. Bien dicho, Paul Valéry. La facilidad natural para hablar, para predicar, es como la porcelana, bella pero frágil. Se pierde por la ociosidad. Se perfecciona por la práctica. El predicador nace, pero también se hace. Demóstenes, el tartamudo, supo que la voluntad puede más que la naturaleza.

El conferencista volvió al vaso de agua, miró cómo latía la tarde y su reloj más allá de los cristales. Lo que quedaba de cristales, gracias al smog clerical de los cigarros. Y luego no quiere la clerecía que la tachen de oscurantista.

—Dejemos las discusiones teorizantes.

El hecho es que el sacerdote está puesto en el mundo para ser voz, portavoz, magnavoz, estereofonía y hi-fi, altoparlante y resonador, equipo de sonido por dos o tres bocinas, entre más mejor. Se nace sacerdote, se hace sacerdote uno para prestarle a Cristo otros labios, caja de resonancia del evangelio, misión de pregonero y destino de heraldo. Tu nombre es profeta. Habla. Tienes que hablar, no hay posibilidad de excusa o de mudez. La única alternativa que te queda es la de aprender a hablar. Lo exige la palabra de Dios que debe ser anunciada de una manera conveniente y eficaz. Lo exige el pueblo de Dios que tiene derecho a ser educado en la fe, respetado y tratado con honor.

Sentarse en el ambón o subir a la sede... (carcajada general que despertó a media docena de piadosos “oyentes”). Sentarse en la sede o subir al ambón sin prepararse es tanto como tentar a Dios. Dictum vel factum quo quis explorat an Deus sit potens, sapiens et misericors. Pura presunción, pereza cavernícola o temeridad de 18 kilates.

Si todo mundo entrena para estar en forma, el futbolista y el cantante, el ingeniero y el dentista, el torero y el actor, ¿por qué sólo el predicador se da el lujo de despreciar la preparación que en definitiva es el único requisito para decir una buena homilía? Tanto más que la homilía va siendo el último recurso que nos queda para evangelizar al pueblo. Entre el profeta y los fieles hay aún un puente de comunicación. No seamos nosotros quienes por frivolizar con la palabra y el pueblo, hagamos volar el puente con una bomba, no diré de mano, sino de dientes para fuera.

Fue la primera ovación de la tarde. Los sacerdotes abandonaron el salón con estrépito pentecostalista en platicaban en los corredores los celosos párrocos, los busca de aire libre y una taza de café. Confundidos intrépidos vicarios parroquiales, numerosas chamarras y un alzacuello solitario, los prudentes curiales, el eternamente joven señor deán, los etéreos capellanes de monjas, los enigmáticos pro sinodales, los bravíos capellanes de plazas de toros, sus señorías los pausados y venerables canónigos a quienes Dios prospere por luengos años, todo el presbiterio charlaba, la antología mayor de la diócesis conversaba con mansa cordialidad y pulida verba.

En corro aparte y cafecito bienoliente, disfrutaban con ánimo sabroso Ángel María Garibay, Gabriel y Alfonso Méndez Plancarte, Octaviano Valdés, José Luz Ojeda, Antonio Brambila, Carlos González Salas, Aureliano Tapia Méndez, Luis Fernando Nieto, Juan Manuel Galaviz, Francisco Alday, Manuel Ponce, Moisés Montes, Alfonso Castro Pallares, Senén Mejic, Fray Jerónimo Verduzco, con fama de escritores todos ellos, flor y nata, tangiblemente carismáticos como para alabar a Díos que “exaltavit hiumiles”.

En esto la campana anunció la segunda conferencia. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles.

—Estimados hermanos. Comenzará por leer a ustedes una página de Fulton J. Sheen. “,Cuánto tiempo lleva preparar un discurso, una homilía? ¿Qué tiempo se invierte en una charla por televisión? Unos treinta o cuarenta años, esta es la preparación remota. En servir la comida a los sesenta pasajeros de un avión se emplea solamente una hora, o quizás menos. Pero en realidad, la preparación de la comida requirió meses o años. Pensad en lo que se tardó en cultivar las zanahorias, en criar los corderos, en obtener las patatas y en madurar las manzanas. Del mismo modo, un buen discurso requiere una tremenda preparación remota, y esto exige tres cosas: estudio, estudio y estudio. No hay acortamiento posible.

Delacroix dijo alguna vez que Rubens no es sencillo porque no trabajó. No hay estilo sencillo, sólo hay estilo simplificado. Hay que estudiar ciencias, literatura, historia, filosofía; han de sacrificarse muchas horas de vida social para permanecer a solas con los libros. Los libros son los mejores amigos que hay en el mundo. Cuando los coges y los abres, siempre están dispuestos a facilitarte alguna idea. Cuando los dejas, no se enfadan.

Cuando vuelves a tomarlos, parecen enriquecerte todavía más”.

No sé si ustedes leyeron en sus años de humanidades —como las golondrinas de Bécquer, “ésas no volverán”— las Instituciones oratorias de Quintiliano. Dice que para obtener un orador hay que cuidarle desde la pilmama. La pilmama del predicador, nodriza o más bien madre fecunda, es el seminario. El seminario constituye la verdadera preparación remota de la homilía, que naturalmente ha de continuarse a lo largo de la vida sacerdotal.

Esta preparación, no diré remota sino más bien básica, consiste en equipar al orador de cuatro valores

esenciales: la virtud, la cultura, las técnicas de comunicación y la experiencia. Mezclen ustedes estos cuatro ingredientes, agítenlos bien hasta que se compenetren unos con otros, y obtendrán el coctel apetecido, el perfecto predicador de homilías. Después, el que quiera, puede añadir cubitos de hielo y ginebra al gusto.

En cuanto a la cultura, es claro que el sacerdote debe ser especialista en lo suyo, en eso que los antiguos tratados llamaron “las fuentes de la predicación”: Biblia, teología, liturgia, pastoral, documentación pontificia. Y todo ello renovado, actualizado, puesto al día, o el predicador se quedará sin reservas. Podrá ilusionar al público uno o dos domingos, luego se descubrirá su pobreza. Como no hay mercancía en la bodega, tampoco en el mostrador.

A la cultura teológica añadirá la cultura general. Ciencia de Dios más ciencia de los hombres. En cualquier momento podrá echar mano de un rico arsenal de conocimientos, datos, frases, ideas, estadísticas, imágenes, anécdotas, los mil y un recursos a pedir de boca. Nada estorba y todo sirve. Conozco un sacerdote que apenas recibe su mensualidad, luego separa el dinero destinado a libros. Esto se llama saber gastar y de retache saber preparar las homilías.

En cuanto a la experiencia, es claro que no se habla, que no se predica igual si se es actor o se es espectador, testigo de los hechos o informado a control remoto. La experiencia de la vida sacerdotal deposita en el alma unos tesoros más reales que la letra muerta de los libros, como que son trozos de vidas, la propia y las ajenas, pulpa fresca, palpitaciones de hombre, su misterio, cosas de Dios audibles y tangibles. Qué caudalosa fuente de predicación, la vida.

Los predicadores jóvenes pueden poseer un estilo, ideas interesantes, acopio de cultura, perfección formal; el peligro estribaría en hablar al aire, quedarse en verbalismos y teologías abstractas que jamás llegarán al hondón del auditorio, porque ni tienen la verdad de la haga ni el ardor de la brasa, la convicción profunda, la huella dolorosa amorosa que deja al pasar la rueda de la vida.

Por fortuna la experiencia no es tanto contabilidad de calendarios cuanto profundidad de alma. No la casualidad de vivir, sino la ciencia de saber vivir. Lo importante es que el sacerdote joven sepa anticipar el otoño y el sacerdote viejo no dejarse arrebatar la primavera.

¿Cuál es la mejor homilía del mundo? La que fluye de la virtud, la cultura, la experiencia y las técnicas de la comunicación. Cuatro afluentes para un río. ¿La peor de todas? La que sale al templo sin haber pasado por un reclinatorio, un escritorio, una vida y un taller.

Si fuera preciso suprimir tres de los cuatro ingredientes, bastaría dejar la virtud, la santidad. Con ella sola el mundo seguiría percibiendo a Cristo.

Francisco de Asís quería construir un convento. ¿Dónde exactamente? Llamó a un niño de cuatro años. Que arroje al aire un tizón. Donde el tizón caiga, edificaré yo. El niño aventó el leño encendido que una ráfaga de viento llevó lejos. Lejos. La mano puede ser del niño. Si la brasa está encendida y un gran viento la lleva, para la palabra del sacerdote no hay distancias.

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